Durante los años de formación, nuestro "yo" original es reemplazado progresivamente por una imagen pública moldeada en base a los deseos y necesidades de la cultura en la que nacimos. Esto ocurre a hombres y mujeres, pero es sobre estas últimas que nuestra sociedad deja las marcas más profundas ya que permanece ampliamente dominada por el patriarcado. De hecho, desde la infancia, la necesidad de aceptación y amor por parte de sus padres y la comunidad de referencia hacen que una niña modifique su propia personalidad para que se parezca lo máximo posible a la idea que los demás tienen de ella.
Esta imagen falsa construida según los deseos de los demás y sin tener en cuenta quién es realmente una persona, se convierte rápidamente en la única imagen que una mujer tiene de sí misma y en la que luego basará toda su vida. Cuando por algún motivo esta imagen se desquebraja, la persona experimenta un intenso malestar interior que puede manifestarse de diferentes maneras, como cansancio crónico, empleos sin objetivo, apatía, desprecio por sí misma, desapego emocional, rabia, irritabilidad, etcétera. Reconocer este malestar no es suficiente para empezar un recorrido de renacimiento porque antes tiene que salir de la niebla en la que se encuentra, después de años de lo que puede definirse como un verdadero lavado de cerebro.
Nuestra sociedad enseña a las niñas a ser buenas, sumisas y pasivas hasta convertirse casi en personas invisibles, sobre todo respecto a las figuras masculinas con un rol autoritario, por ejemplo el padre o el futuro compañero/marido. Una costumbre que se enseña a las mujeres y que ellas ponen en práctica desde pequeñas como si fuera una configuración predeterminada desde el nacimiento es pensar que si algo sale mal, la culpa es suya. Esto es evidente, por ejemplo, en la reticencia de muchas mujeres para salir de relaciones tóxicas: están convencidas de que la culpa de todo lo que sucede es suya y que la única solución es soportar, exactamente como han visto que otras mujeres hacían antes que ellas.