Cuando decimos genio, enseguida nos viene a la mente el rostro despeinado de Albert Einstein, a quien el prestigioso periódico Time nombró como una de las cien personas más influyentes del siglo XX ya que revolucionó el mundo de la física de una forma que no sucedía desde Isaac Newton.
Gracias a él sabemos que, entre otras cosas, la luz tiene una naturaleza bivalente (ondas y partículas) y que la gravedad es la manifestación de la curvatura del espacio-tiempo. Su famosa ecuación de la equivalencia entre masa y energía (E=mc2) fue la base de la creación de la bomba atómica (aunque Einstein no trabajó directamente en el Proyecto Manhattan). Y puesto que es perfectamente simétrica, también gracias a la creación del Gran Colisionador de Hadrones (LHC por sus siglas en inglés), permitió encontrar partículas como el bosón de Higgs, cuya existencia antes era solo una hipótesis.
Sus teorías en el campo de la física moderna lo consagraron en el firmamento de los grandes científicos de todas las épocas, pero si solo recordáramos a Albert Einstein por estos hechos nos quedaríamos cortos. Einstein también era un pacifista convencido, un hombre que no se abstuvo de expresar su desacuerdo cuando estaba en contra de decisiones políticas peligrosas, incluso a expensas de su propia seguridad. A ello, tenemos que agregar una personalidad ecléctica, un fuerte carisma, humanidad, sentido del humor y valentía. Sus intereses no solo tenían que ver con la física. También incluían las humanidades y su amor por la música era visceral.
Sin embargo, Albert Einstein también encarna una serie de paradojas. Era un pacifista acérrimo, pero en agosto de 1939 escribió una carta con otros físicos al presidente de Estados Unidos, Frankling D. Roosvelt, en la que lo instaban a iniciar un programa nuclear por temor a que Alemania fuera la primera en construir la bomba atómica. Amaba a los niños y los animales, pero no fue capaz de dar ese amor a sus propios hijos. Era una persona profundamente respetuosa con los demás y de mente abierta, y lograba hacer crecer profesionalmente a sus asistentes, pero al mismo tiempo era capaz de humillar cruelmente a Mileva Marić, su primera esposa, y también de insultar su intelecto en los primeros años de matrimonio, tanto que hasta hoy permanece abierta la cuestión de que Marić podría tener una parte del mérito en los descubrimientos revolucionarios de su marido.