Gran parte de la psicología y de los contemporáneos de Adler tendían a interpretar la conducta humana en un sentido etiológico o, en otras palabras, a interpretarla como una serie de acontecimientos determinados por una relación de causa y efecto entre el pasado y el futuro. Un determinado evento del pasado lleva al desarrollo de ciertos rasgos del carácter en las personas, lo que hará que tengan comportamientos determinados por lo que les sucedió. Carl Gustav Jung y Sigmund Freud son dos de los muchos psicoanalistas que adoptaron este enfoque psicológico.
Adler propone una interpretación diferente del comportamiento humano llamada teleología, completamente desvinculada de la relación causa-efecto y basada en el concepto de propósito o intención. La teleología afirma que toda conducta que las personas llevan a cabo siempre está determinada por la intención de lograr un fin específico, aunque este fin no siempre sea plenamente consciente o claro para la persona misma. Siguiendo este enfoque, incluso aquellos que muestran fobias graves o comportamientos evitativos no lo hacen debido a un trauma del pasado, sino con la intención específica de evitar futuros eventos, relaciones o situaciones potencialmente dolorosas. Otro ejemplo es la ira: las personas no se enfadan porque ha pasado algo que necesariamente tiene que hacerlas estallar, sino solo para intentar hacer valer sus razones sobre el otro. De acuerdo con una visión teleológica, la ira es completamente controlable, pero la usamos como un medio para lograr un objetivo. En otras palabras, no es lo que sucede en el pasado lo que determina nuestro comportamiento, sino un propósito en el presente.
Adler y Kishimi afirman que si la sucesión de los eventos y la relación causa-efecto fueran siempre ciertas, determinados eventos siempre corresponderían a un cierto efecto y nadie podría hacer nada para cambiar, rindiéndose a las consecuencias de los eventos. Por el contrario, lo que importa no es lo que le sucede a la gente, sino lo que deciden hacer con lo que sucedió.
Por ejemplo, una persona de muy baja estatura podría decidir usar esta circunstancia como una excusa para vivir en aislamiento y con un sentimiento de inferioridad. Pero también podría dar valor al hecho de que ser bajo hace que los demás se sientan a gusto y menos amenazados, aprovechando este hecho para establecer relaciones con mayor facilidad.