En su sentido más amplio, los términos tutela y conservación tienen el significado de prevenir la destrucción o la pérdida de algo. Desde los tiempos más antiguos han existido diferentes intentos de tutela de especies animales y los motivos eran muy diferentes entre ellos. El emperador budista Ashoka, por ejemplo, en el siglo III a.C. prohibió en todo su reino —correspondiente aproximadamente a los territorios actuales de India, Pakistán y una parte de Afganistán— el sacrificio de los papagayos, las tortugas, los puercoespines, los murciélagos, las hormigas y todas aquellas criaturas de cuatro patas que no eran comestibles. Marco Polo explicó que también Kublai Khan prohibió la caza de liebres, ciervos y pájaros grandes entre los meses de marzo y octubre para permitir que estas especies se reprodujeran. Además, en época medieval, la caza de determinadas especies era un privilegio reservado solo a los más ricos.
A mitad del siglo XIX, la publicación de la teoría de la evolución de Charles Darwin evidenció la estrecha relación que une los seres humanos con las demás especies, relación que hasta ese momento, en Europa y América del Norte, había estado fuertemente influenciada por el credo cristiano según el cual Dios había dado a la humanidad el poder de decidir sobre la vida o la muerte de todas las criaturas.
Contemporáneamente también se empezó a entender que la rápida industrialización de esos años y la creciente globalización de la sociedad estaban provocando la extinción de algunas especies. Junto a esta sensibilización, también surgió la pregunta que los filósofos, los teólogos y los científicos han preferido obviar, es decir: ¿por qué es necesario hacer sacrificios para asegurar la vida a las demás especies? Es una pregunta que se hace cada vez más evidente a medida que nuestro pensamiento se aleja de los animales domésticos y pasa a los animales molestos —como por ejemplo los mosquitos—, peligrosos o, por lo que sabemos los seres humanos, inútiles.