En el año 2011, el antropólogo inglés Andrew Irving “grabó”, por así decirlo, las voces interiores de un centenar de transeúntes neoyorquinos a quienes detuvo por la calle. Su objetivo era dar una respuesta a la pregunta siguiente: ¿En qué están pensando esas personas? Más que una grabación, en realidad se trató de una trascripción consciente de los diálogos interiores de los entrevistados. A pesar de ser un método poco objetivo, el científico tuvo la oportunidad de observar varios elementos muy interesantes, el primero de ellos la riqueza de las voces interiores. De hecho, en estos monólogos había de todo: la preocupación por las tareas del día, la reflexión sobre eventos desagradables más o menos recientes o incluso el intento de superar dificultades o malas noticias.
En definitiva, se dio cuenta de que las voces interiores atravesaban el espectro completo de las funciones: de la necesidad contingente, a una especie de self coaching (muy claro en el caso de un entrevistado que no paraba de decirse que “ya había llegado la hora de seguir adelante”) hasta la gestión del dolor. Pero las voces podían transformarse instantáneamente en verdaderos remolinos: espirales que encerraban a la persona en un círculo vicioso.
Por último, el científico reconoció en las voces interiores la capacidad de pasar ágilmente y sin obstáculos, de un plano temporal a otro: atravesando, normalmente sin esfuerzo, el pasado, el presente y el futuro. Recuerdos, proyecciones, remordimientos, miedos y deseos, propuestas constructivas y bloqueos insuperables: todo se mezclaba en un monólogo continuo, perfectamente centrado en la persona que lo estaba “pensando”.
Lo que Irving puso por escrito es la voz interior de los seres humanos: un mundo que todos nosotros conocemos perfectamente… aunque a menudo no tengamos control sobre él.