De acuerdo con la sabiduría popular, las personas exitosas tienen tres cosas en común: motivación, capacidad y una buena oportunidad. En otras palabras: para llegar a la cima, hay que confiar en una combinación de trabajo duro, talento y suerte. Pero de hecho hay un cuarto ingrediente que a menudo pasamos por alto: cómo nos relacionamos con las demás personas. Cada vez que interactuamos con un colega o un cliente, incluso con un cliente potencial, tenemos dos opciones: tratar de obtener tanto valor (monetario o espiritual) como sea posible, o aportar nuestro valor, sin preocuparnos por lo que vamos a recibir a cambio.
Dicho de otra forma, podemos dividir al mundo entre los que dan y los que reciben (acostumbrados a utilizar la reciprocidad para obtener más de lo que dan). Los primeros son más raros de encontrar, al menos en el lugar de trabajo, y siempre anteponen los intereses de los demás a los propios sin analizar el costo-beneficio, porque están felices de ayudar y hacen todo lo que está a su alcance para lograrlo.
De hecho, a nivel profesional también habría una tercera categoría de personas: las que intentan cubrir gastos para llegar a fin de mes, y que dan en la misma medida que en la que seguramente reciben.
Lo más interesante (y así lo demuestran las estadísticas) es que los que dan están a la vez en la cima y en la base de la pirámide del éxito. Esto se debe a que logran formarse una reputación que genera confianza en los demás gracias a que mejoran las condiciones de los demás sacrificando su propio ascenso, y en algún momento esta estima les ayudará a triunfar.