Según la autora, la década que va desde los veinte hasta los treinta años es un período fundamental para sentar las bases de nuestra vida adulta. Las elecciones y experiencias que hacemos en esta etapa de nuestra vida establecen nuestros estándares futuros y determinan nuestro éxito o fracaso en las décadas siguientes. La carrera, los proyectos y las relaciones que hayamos sido capaces de crear y mantener son el resultado de lo que hemos sembrado.
Sin embargo, desde el punto de vista cultural es una creencia común que los veinte "deben" ser un período divertido y despreocupado que precede a la vida "real", laboral y afectiva. A menudo se glorifican de manera superficial como un periodo de libertad antes de la madurez, en el que se disfruta del momento sin pensar demasiado. Se les dice a los veinteañeros que están en su mejor momento, en la edad en la que deben explorar mil posibilidades y aprovechar al máximo todas las experiencias posibles. Una especie de continuación indefinida y transitoria de la adolescencia. De manera explícita o implícita, a los jóvenes se les aconseja que no se comprometan demasiado pronto o demasiado seriamente con decisiones vinculantes. Pero enmarcar de manera tan frívola este período crucial y determinante hace que subestimen las consecuencias de ciertas elecciones o ausencia de ellas.
Al respaldar mensajes tan engañosos, la sociedad contemporánea abandona a los jóvenes a su merced, sin ofrecer consejos prácticos sobre cómo empezar mejor la vida adulta y prepararse para los numerosos desafíos que conlleva. Luego, la presión social sobre el rendimiento profesional se dispara y el reloj biológico comienza a correr una vez que se cruzan los treinta años. Por un lado, se les quita la responsabilidad a los veinteañeros, por otro, se les carga con expectativas vagas y exageradas, sin proporcionarles las herramientas concretas para orientarse, comprender y lograr sus objetivos.