Cuando hablamos de adicción emocional, siempre tendemos a echarle toda la culpa a quien ejerce poder sobre la otra persona y la manipula a su antojo, cuando, en realidad, la responsabilidad de una relación enfermiza y tormentosa nunca recae en una sola de las dos partes. Tanto el manipulador como la víctima necesitan curar una herida profunda.
Por lo tanto, no debemos señalar con el dedo al narcisista, sin antes comprender las causas que llevan a una persona (en su mayoría mujeres) a caer en las redes de la adicción emocional.
Es necesario realizar un análisis más profundo de las razones que se esconden detrás de esta “sed de amor”. Esto se relaciona con una relación enfermiza con uno mismo, y que oculta una fragilidad que puede permanecer latente sin manifestarse incluso durante años. A veces, el encuentro con el manipulador es solo la punta del iceberg de un malestar o una inseguridad que ya tiene la persona.
Todo exceso esconde una carencia y una necesidad de aferrarse a algo o a alguien. Desear demasiado inevitablemente nos lleva a tener conductas disfuncionales, que en otra época se consideraban normales.
Si miramos hacia atrás en la historia, veremos que cada época tiene sus adicciones, y todas ellas nacen del dolor. Hacia fines del siglo XIX, las mujeres llevaban consigo el estigma de la imagen estereotipada de fragilidad y sufrimiento, mientras que, en la actualidad, la mujer que sufre por amor generalmente es independiente, realizada y eficiente.
El propio hombre condenado, al que hoy identificamos como narcisista, en el siglo XIX era representado como un maldito y un bohemio, y luego, en los años 70 era el joven drogadicto, hippie y melenudo que luego se convertía en el yuppie que consumía cocaína.