Cuando pensamos en la palabra disciplina, inmediatamente pensamos en órdenes, reproches y discusiones. Esto se debe a que, con el tiempo, la palabra disciplina se fue asociando cada vez más a una cuasi lucha de poder entre quienes deben enseñar y aquellos que deben ser enseñados. Pensemos, por ejemplo, en las discusiones entre padre e hijo acerca de las tareas escolares, o sobre cómo hay que comportarse en la mesa; o también entre un profesor y un alumno.
La disciplina refleja un deber, un conjunto de normas que hay que seguir. Al parecer, hemos olvidado que la etimología de la palabra "disciplina" deriva del latín "discipulus", que significa discípulo, estudiante, el que aprende. Por lo tanto, el objetivo principal de la disciplina no es imponer, sino enseñar, y eso es lo que quieren recordarnos los autores del libro Disciplina sin lágrimas, quienes consideran que es necesario reformular el concepto de la disciplina. Deberíamos entenderla como un momento decisivo para aprender a actuar en lo inmediato y perfeccionar las cualidades que nos servirán en el futuro.
Muchos estudios confirman la plasticidad del cerebro de los niños, lo cual significa que son sensibles y responden de manera positiva o negativamente al impulso que reciben. Los autores se basan en el siguiente razonamiento: el niño responderá de manera negativa a un impulso negativo, y positiva a un impulso positivo.
Parece más fácil decirlo que hacerlo. Educar a un niño es una tarea muy difícil, los padres no son todos iguales ni los niños tampoco y, sobre todo, no todas las situaciones son comparables. Sin embargo, podemos hacer algo al respecto. Podemos comenzar analizando el concepto de la disciplina de forma más precisa, es decir, que el sentido de la educación es la enseñanza.