Los traumas psicológicos son acontecimientos que influyen en la vida de una persona durante mucho tiempo. Se caracterizan por una intensa carga emocional, y su influencia desencadena una serie de reacciones que involucran aspectos cognitivos e incluso biológicos. La ciencia que estudia estos efectos y la naturaleza del trauma se denomina psicotraumatología, cuyo orígen es relativamente reciente y debe gran parte de sus fundamentos a la investigación en neurociencias. Sin embargo, el verdadero punto de inflexión se produjo cuando se comparó el estudio del trauma con la experiencia del desarrollo de los niños, y el autor, Bruce Perry, es uno de los psiquiatras responsables de este cambio. De esto habla en el libro El chico a quien criaron como perro, en el cual recorre parte de sus cuarenta años de trayectoria y analiza algunos casos que tuvieron un papel clave en su proceso de investigación.
A principios de la década de 1980 se pensaba que los niños eran increíblemente resilientes por naturaleza, ya que los niños, en cuanto tales, aún no desarrollan completamente su individualidad, por lo que no pueden ser víctimas de un gran daño psicológico. La psiquiatría acababa de introducir el diagnóstico de estrés postraumático, pero la mayoría de los profesionales creían que solo se presentaba en la edad adulta.
En sus primeros años como profesional, el autor trató a niños que habían experimentado traumas inimaginables, y comenzó a notar que, por ejemplo, haber presenciado el asesinato de sus padres o haber sido abusado sexualmente les producía heridas imborrables, y las consecuencias de ello eran tan particulares que hacían que cualquier teoría careciera de sentido.
El dolor reaparecía incluso años después, y en formas que aparentemente no tenían relación, como incapacidad para utilizar correctamente el lenguaje, apatía, depresión o autolesionismo. Los profesionales atribuían estos fenómenos a problemas psicológicos que no se vinculaban directamente con el trauma, sino que creían que, más bien, se debían a conflictos con los padres o a la incapacidad de estos niños para afrontar por sí solos las dificultades de la vida. Para Bruce Perry, esta explicación tan simplista no tenía razón de ser, y al estudiar sus casos llegó a la conclusión de que un trauma en la infancia puede dar lugar a una herida lo suficientemente profunda como para comprometer las funciones más básicas del organismo, como comer, hablar o sentir placer.