Las estadísticas hablan claro: en el mundo existen muchísimos individuos que, de una manera u otra, han sufrido traumas a lo largo de la vida. Por ejemplo, en los Estados Unidos se estima que uno de cada cuatro niños es víctima de violencia por parte de uno de los padres. De hecho, el trauma no es atribuible solo a eventos extremos, como guerras o calamidades naturales, sino que también puede nacer en contextos aparentemente tranquilos, como la familia o la escuela. Por lo tanto se trata de conocidos, amigos, parientes y, también de nosotros mismos.
A menudo, el dolor causado por la vivencia en primera persona de uno o más episodios terribles es insoportable e insostenible. Por ello, en línea general, intentamos reprimirlo, eliminarlo y hacer como si nunca hubiera existido. Pero es inevitable que los que han sufrido una experiencia dolorosa cambien. De hecho, el trauma produce modificaciones sustanciales en el cerebro y genera emociones y sensaciones físicas desagradables, perturbadoras e incluso a veces violentas. Su huella no desaparece sino que continúa manifestándose a lo largo del tiempo con una cierta fuerza.
El autor, en sus primeros años de actividad, notó esta tendencia durante las entrevistas a los veteranos de la guerra de Vietnam. Se trataba de personas que después de haber asistido a escenas espantosas y haber llevado a cabo gestos indescriptibles, intentaban construirse, en vano, una vida normal. Los fantasmas del conflicto continuaban persiguiéndoles, haciendo que su vida fuera imposible. En el texto se cita, por ejemplo, el caso de Tom, un abogado brillante y padre de dos hijos, testimonio de grandes atrocidades durante el conflicto. Detrás de su nueva imagen perfecta de marido devoto y ciudadano modelo, el hombre escondía un abismo de dolor que intentaba esconder bebiendo alcohol y manejando su moto a alta velocidad. En Tom, como en muchos otros, el trauma había dejado heridas tangibles y profundos surcos en el alma, a pesar de los intentos desesperados por mirar hacia otro lado.