Desde siempre, los seres humanos se han interrogado sobre el origen y la naturaleza de la realidad que los rodea. Para los filósofos la cuestión toma el nombre de ontología, un término que representa la investigación sobre lo real y, por ende, la idea que nos hacemos de ello. A lo largo de la historia, los planteamientos ontológicos han sido muchos, como por ejemplo el idealismo y el realismo, que a su vez son maneras de pensamiento opuestas.
Uno de los filósofos que ha influido más profundamente en la visión del mundo occidental es, sin duda, Aristóteles, para quien las cosas tenían su propio estado natural de ser, que se modificaba por el efecto de cuatro causas diferentes (respectivamente: material, formal, eficiente, final). La naturaleza del objeto era lo que determinaba su movimiento, que siempre se dirigía hacia una sola meta.
Muchos otros pensadores pusieron en duda esta manera de entender la realidad, pero fue con Galileo Galilei que se empezó a cambiar radicalmente de perspectiva: el Universo no necesita una causa, sino que va adelante de manera autónoma. Hoy, a las teorías de Galileo, Newton y otros grandes científicos se añaden las de Einstein sobre la relatividad, y todos los descubrimientos sucesivos, gracias a los cuales ya es conocido que la realidad, incluidos los seres humanos, es un conjunto de partículas gobernadas por las leyes de la física.
Pero este cambio de ontología no ha ido acompañado de un cambio en el lenguaje utilizado para describir el mundo: de hecho, es difícil renunciar al sistema de causa-efecto típico de la visión aristotélica, porque querría decir aceptar que la vida no tiene sentido más allá de sus límites terrenales, y que cualquier esfuerzo es prácticamente inútil.