En un mundo perfecto, las granjas producen los alimentos consumidos por las comunidades cercanas, creando un círculo virtuoso de cultivo, ganadería, distribución y consumo muy sencillo, directo y poco contaminante. Sin embargo, hoy en día parece que este método ideal ya no existe: el impulso hacia el progreso y una mayor riqueza iniciada en los años sesenta y setenta, poco a poco han ido erosionando la relación entre las granjas y las comunidades locales, por un lado permitiendo el ingreso de un tercer incómodo, es decir las grandes empresas de producción industrial, y por el otro empezando a imponer reglas cada vez más férreas respecto a la comercialización de los alimentos. Estos dos factores nos han llevado a una situación paradójica: para servir en la mesa comida más segura se imposibilita el acceso al mercado de todas las realidades que producen comida genuina, y en cambio se extiende una alfombra roja a los alimentos procesados con agentes químicos y producidos con métodos crueles y desnaturalizados.
Este nuevo panorama no ha tenido un impacto solo en los alimentos que consumimos, sino también en la propia cultura. Haciendo que los productos de temporada estén disponibles más allá del período normal, poniendo en los estantes alimentos que han sido transportados desde lugares lejanos y que de lo contrario nunca habrían formado parte de la cocina local, y creando nuevas tendencias de compra de los alimentos —que a menudo ya están lavados, cortados y envasados— las prácticas actuales están anulando completamente el conocimiento de las nuevas generaciones sobre las tradiciones culinarias y los ciclos naturales de los alimentos.
Por lo tanto, por un lado son las granjas tradicionales las que sufren, pero por el otro este proceso tiene un impacto directo sobre todos nosotros, convirtiéndonos en extraños a la cultura de la comida que nos ha acompañado durante toda nuestra historia.