Desde los tiempos más remotos los seres humanos siempre han usado la tecnología para hacer que la vida sea más sencilla. Pensemos, por ejemplo, en las primeras herramientas de sílex que nuestros antepasados utilizaron para mejorar sus técnicas de caza, o bien en la revolución industrial del siglo XIX. Pero existe un factor que solemos subestimar cuando confiamos en la tecnología, y es su poder innato para transformar el mundo que nos rodea de una manera tan imprevisible que nadie, ni siquiera el creador de esta tecnología, puede afirmar con seguridad el camino que tomará. Esto ocurre porque la sociedad en la que vivimos es un sistema complejo de diferentes fuerzas —políticas, económicas, culturales y sociales— que interaccionan entre sí y donde un pequeño cambio puede provocar grandes consecuencias en todo el sistema.
Siempre han ocurrido cambios producto de las innovaciones y estos forman parte de la historia humana. Cuando uno de estos cambios sucedían, inicialmente las personas lo rechazaban, luego intentaban adaptarse y al final aprendían a beneficiarse de él. El cerebro humano no está hecho para aceptar de buen grado el cambio y necesita tiempo para adaptarse a él. Tiempo que hoy en día, en la Era Exponencial, no tiene. Lo que desde 2010 es diferente de cualquier otra época de innovaciones tecnológicas es la velocidad con la que estos cambios sobrevienen. De hecho ya no hablamos de siglos o décadas, sino de años o incluso meses.