Se habla mucho de felicidad. Felicidad como punto de llegada, felicidad que hay que alcanzar, felicidad que hay que perseguir, pero a menudo es un sentimiento lejano. Aún así, podemos realmente experimentar una felicidad auténtica gracias a la práctica.
Lo que normalmente la gente no entiende es que, de alguna manera, la felicidad se puede educar y cultivar.
De hecho, ser felices no consiste en una condición transitoria de bienestar, sino que representa un continuum, un estado emotivo constante del ser.
Por lo tanto, consiste en una realidad que se desarrolla gracias a un profundo impulso interior que contribuye a generar un estado de paz y equilibrio.
Si analizamos los diferentes aspectos de la felicidad podremos entender mejor las diferencias sutiles que hay entre ellos: existe una felicidad por buenas razones, como la satisfacción que proviene de experiencias sanas; luego una felicidad por malas razones, es decir la que viene por necesidad o dependencia externa; por último, la infelicidad que deriva de la depresión, entendida como la tendencia a la ansiedad, el sueño, el cansancio o la melancolía.
Las dos últimas formas de felicidad reflejan una condición de enfermedad. Por ejemplo, las personas infelices recurren a “rellenos” que nunca colman la sensación de vacío, pensemos por ejemplo en las adicciones al alcohol y las drogas o los trastornos alimentarios. En cambio, las personas felices por una mala razón, confían su felicidad a eventos externos como la compra de un auto más potente, una casa más grande o un reconocimiento profesional. La dependencia de factores externos debilita la felicidad porque en ausencia del resultado esperado, la felicidad que nos esperábamos se ve afectada.
En cambio, la auténtica felicidad deriva de la acumulación de experiencias agradables, la verdadera felicidad nace y reside en el interior de nuestra alma. Por ello se llama “felicidad sin razón”, porque representa un estado de paz y equilibrio que no depende de factores externos.
Así que el trabajo que todos deberíamos hacer para alcanzar la auténtica felicidad tiene que dirigirse hacia la recuperación de esa dimensión sagrada que está custodiada en nuestro interior.
No estamos hablando de momentos de euforia y aún menos de picos de entusiasmo, sino de un estado del ser que permanece estable aunque las condiciones externas empeoren.
La persona feliz sin razón lleva felicidad allí donde va, porque no son las condiciones externas las que determinan su felicidad, sino que es ella misma quien difunde felicidad a su alrededor, consciente de su tesoro interior.
Esta es una gran revolución porque de actores pasivos del mundo pasamos a ser actores activos renunciando a la manipulación de la realidad que nos rodea.
Para alcanzar la auténtica felicidad solo necesitamos una práctica inicial que debemos cultivar a lo largo del tiempo, cuyos resultados pueden cambiar completamente el destino de nuestras vidas.
De hecho, la persona feliz sin razón no vive por la felicidad, sino por la alegría de vivir.
Cuando eres feliz lo eres siempre, incondicionalmente, y cualquier cosa que pueda suceder no hace que pierdas tu luz. Además, este tipo de felicidad tiene un lenguaje muy preciso y se expresa con la vitalidad: nos sentimos enérgicos formando parte de un flujo activo, probamos compasión por nosotros mismos y los demás, vivimos con pasión, experimentamos gratitud y perdón, nos sentimos en paz con la vida y, sobre todo, vivimos en el presente.
Numerosos estudios han confirmado la hipótesis de que realmente existe una felicidad innata, entendida como un sentimiento específico y medible, como un un estado fisiológico determinado por una cierta actividad del cerebro, el ritmo cardíaco y la química en el cuerpo.
Los expertos han logrado demostrar que las personas felices sin razón desarrollan una mayor actividad de la corteza cerebral izquierda y producen más cantidad de hormonas buenas a menudo asociadas a la felicidad como la oxitocina, la serotonina, la dopamina y las endorfinas.