Si queremos encuadrar la filosofía dentro de una disciplina, deberíamos considerarla como una mezcla entre la teología y la ciencia. Por un lado, la ciencia nos dice lo que podemos saber, que es limitado. Por otro lado, la teología nos engaña al pensar que sabemos con certeza más de lo que realmente podemos saber y tocar. La filosofía se encuentra entre estas dos disciplinas, y nos ayuda a ir más allá del conocimiento científico, sin caer en el dogma. Por ello, es importante a nivel individual, porque nuestro pensamiento influye fuertemente en nuestras decisiones (y, en consecuencia, en nuestras vidas), pero también a nivel político y social.
Partiendo de esta premisa, no podemos prescindir de la filosofía para comprender la historia del mundo en el que vivimos, ni tampoco de los acontecimientos políticos, religiosos y sociales.
Esto es especialmente válido para el mundo occidental. Desde su aparición en las ciudades-estado de la antigua Grecia, la filosofía fue cambiando y evolucionando con el nacimiento y la sucesión de nuevos modelos políticos y religiosos, y corrientes artísticas y culturales. Gracias a esta compleja historia, llena de encuentros y choques culturales, nació la filosofía occidental, una disciplina multifacética, pero con un elemento en común: el choque constante entre la libertad individual y la cohesión social, que en cada ocasión contribuía a moldear el pensamiento común, y dividía a los filósofos en una lucha constante entre quienes querían lazos sociales más estrechos y quienes, en cambio, consideraban más importante libertad personal. Para saber todo esto y ver el mundo que nos rodea a través de la lente de la consciencia, solo podemos estudiar la historia de la filosofía a través de los acontecimientos políticos y sociales de toda Europa.