A finales del siglo XIX comenzó el declive de las ideologías que conformaron la sociedad occidental. Todas las grandes narrativas se han ido derrumbando, una a una. Defenderlas se ha vuelto cada vez más impopular y solo hemos podido presenciar con impotencia su desmoronamiento progresivo. La primera en entrar en crisis fue la religión, en particular sus teorías para explicar la existencia humana. Luego, durante el siglo XX incluso las ideologías laicas empezaron a perder significado, y así fue que a fines del mismo siglo las democracias occidentales se encontraron con un gran vacío de significado que había que llenar. Este declive ha hecho que la gente pierda el rumbo y se comporte de una manera cada vez más irracional, abandonando su sentido crítico y adoptando un espíritu de rebaño uniformador.
Se está intentando llenar el vacío que dejaron las grandes narrativas con otras teorías culturales, cuyas pretensiones son cada vez más fragmentadas, de nicho y extremas. El hilo conductor de estas nuevas narrativas es dar sentido a nuestra existencia declarando la guerra a todos aquellos que tienen una opinión diferente, aunque sea un pequeño matiz. De esta manera, empezaron a colgar etiquetas cada vez más detalladas para identificarlo todo, dividiendo a las masas en grupos cada vez más pequeños. Todo esto sucedió en una era en la que, gracias al avance tecnológico, la información viaja rápidamente, llega a cualquiera y además es posible manipular a la gente con más facilidad que en el pasado.
Hoy en día, podemos ver a simple vista las consecuencias de la suma de estos dos fenómenos: la parcelación identitaria y el progreso tecnológico. En una sociedad en la que todos los aspectos culturales se observan a través de una lente específica, todo se convierte en un arma y el diálogo deja de ser una opción. Un ejemplo es precisamente la tendencia a buscar declaraciones hechas en pasado (que hasta hace una década eran indiscutibles) para denigrar a quienes las pronunciaron. Son muchas las publicaciones en las redes sociales que hasta hace una década eran socialmente aceptadas y hoy son un arma para definir a una persona como sexista, homófoba o racista. En la sociedad contemporánea no hay espacio para el perdón ya que es la “cancel culture” la que domina los ánimos.