Entender que la moralidad es un concepto que viene interpretado de manera profundamente diferente según la longitud en la que uno se encuentre (incluso dentro de una misma sociedad) es el primer paso hacia una correcta comprensión de la mente humana.
El siguiente paso es distinguir de dónde vienen todas estas diferentes moralidades. Por ejemplo, ¿cómo diferencian los niños entre el bien y el mal? Las dos respuestas obvias a esta pregunta provienen de la naturaleza o de la crianza. Si elegimos la naturaleza, somos nativistas y creemos que el conocimiento moral es inherente a la mente humana. Pero si elegimos la respuesta de la educación, creyendo que es el origen del conocimiento moral, entonces somos empiristas.
Después de todo, la esencia del racionalismo psicológico es que las personas crecen en su propia racionalidad al igual que las orugas se convierten en mariposas. Los niños entienden la moralidad de igual manera que entienden el volumen de los vasos con los que juegan, como afirmaba Jean Piaget, el mayor psicólogo del desarrollo de todos los tiempos.
Muchas décadas después, las investigaciones y los estudios de Elliot Turiel le hicieron descubrir y demostrar que los niños no tratan todas las reglas por igual, como Piaget ya había supuesto. Obviamente, los niños no pueden hablar como filósofos morales, pero ordenan informaciones sociales de manera compleja para poder entender qué es lo que está bien y lo que no, pero sobre todo por qué.
Cuando abordamos la moralidad desde el punto de vista antropológico, nos damos cuenta de que no existe una distinción real entre moralidad y convención social, especialmente en los niños. Por lo tanto, esta distinción se confirma como un artefacto cultural, un efecto secundario necesario de la respuesta individual a los principales problemas sociales. Sin embargo, la moralidad puede ser tanto innata como aprendida: las personas nacen para ser justas, y en general deberían ser justas, pero deben aprender hacia qué serlo.