Los seres humanos siempre están soñando. También sueñan despiertos durante el día y adaptan su vida dependiendo de las percepciones que tengan de los sueños.
El acto mismo de soñar no está mal, pero el sueño define una realidad parcial que se origina en una predicción externa. Vivir soñando significa vivir distraído.
Por otra parte, los sueños externos siguen reglas precisas que nos inculcaron desde temprana edad. Son sueños que tienen que ver con el ámbito laboral, por ejemplo, o social.
Crecer en un contexto determinado desde una edad temprana afecta tanto el pensamiento como las acciones. Este proceso se llama domesticación, que es el hábito de ceder ante las circunstancias externas. Con la domesticación, la sociedad establece qué es lo que se debe pensar, decir y hacer, lo que está bien y lo que está mal, o qué es lindo o feo.
Durante este proceso, se contraponen los condicionamientos y la libertad individual, pero los primeros están tan arraigados que suele ser difícil vencerlos. Se cree que son algo bueno, pero puesto que la mente también los interpreta como correctos, nos costará mucho trabajo liberarnos de los condicionamientos.
Muchas veces se hace coincidir el sueño externo con el sueño interno, pero a la larga, esta decisión que no se elige termina pesando y haciendo sentir toda su falta de autenticidad. Las creencias que tenemos sobre nosotros mismos y el mundo derivan del sueño exterior, pero las mismas representan un mundo falso y suavizado que crea la realidad externa, no los deseos íntimos del ser humano. Aquellos que quieran vivir una vida auténtica, deberán trabajar a la inversa, es decir, aprendiendo a escuchar sus sueños interiores y haciendo que se manifiesten en la realidad exterior.