¿Cuántas veces nos hemos sentidos agobiados por la necesidad de no perdernos nada de lo que ocurre en el mundo? Puede tratarse de nuestro círculo más cercano de amigos y conocidos, o de nuestro ambiente laboral, incluso del mundo entero: noticias, curiosidades, la última foto del hijo de nuestro primo que vive lejos... parece que si no consultamos nuestros perfiles en las redes sociales, no seguimos el ritmo de vida de los demás.
Desde el punto de vista privilegiado de quien no tiene ningún perfil en ninguna de las muchas redes sociales que llenan los teléfonos de la mayoría de la población mundial, Cal Newport analiza de manera objetiva y coherente los riesgos de esta excesiva y constante conexión.
Las pantallas se convierten en objetos tan absorbentes que hacen que las personas se sientan como si ya no pudieran elegir hacia dónde dirigir su atención. Descargamos aplicaciones y creamos perfiles por buenas razones, pero luego nos damos cuenta, con triste ironía, de que todos los servicios a los que nos hemos suscrito no están haciendo nada más que negar los valores que nos prometían y por los que habíamos pensado que serían “una buena idea”.
¿Acaso no nos sucede esto con Facebook? Nos inscribimos a esta red social para evitar perder el contacto con los amigos, los parientes y los conocidos lejanos, pero luego nos vemos atrapados en una situación en la que no podemos dejarnos distraer por las interacciones humanas de la vida real porque nos hemos acostumbrado a revisar las notificaciones.
Tampoco es una novedad el impacto psicológico que las redes sociales provocan, sobre todo a una parte de la población tan delicada e importante para el éxito de estas aplicaciones: los adolescentes experimentan una sensación de insuficiencia y exclusión que ha aumentado durante estos últimos años, precisamente a causa de estas nuevas redes sociales.
Las innovaciones tecnológicas han facilitado mucho las modalidades de comunicación y las posibilidades de interacción a larga distancia: todo lo que necesitamos cabe en nuestro bolsillo (o en un bolso un poco más grande), pero ¿cuántas son las personas que, hoy en día, se sienten esclavas de sus dispositivos, respecto a las que logran obtener el máximo de ellos sin perder el control?
La respuesta está a la vista de todos: es suficiente con subir a un transporte público para darnos cuenta de que, de diez personas, tal vez dos (siendo optimistas) no tienen su teléfono inteligente en la mano para consultar sus correos electrónicos, las notificaciones en las redes sociales o, simplemente, cambiar de canción.
Lo que puede que no todos conozcamos es la existencia de un movimiento que nos permite encontrar el tan buscado equilibrio entre el extremo de quien no consigue “desconectarse” ni siquiera por un minuto y el otro extremo de quien se declara abiertamente anti-tecnológico por miedo a no saber controlar su comportamiento en línea.
El minimalismo digital nace precisamente para poder obtener todo lo bueno que nos ofrece la evolución tecnológica, dejando de lado todo lo negativo.