A pesar de que muchos piensen que la esperanza de vida media se ha alargado y que por lo tanto la especie humana está más sana que en el pasado, la realidad muestra una situación bien diferente: nuestra salud se ha deteriorado mucho en las últimas décadas, y estamos empezando a pagar las consecuencias. Si lo pensamos bien, la esperanza de vida no se calcula teniendo en cuenta nuestra edad, sino la de nuestros abuelos. De hecho, su alimentación era completamente diferente a la nuestra o la de nuestros padres.
La paradoja actual es que pensamos que comemos mejor y más sano porque calculamos las calorías, prestamos atención al colesterol y las grasas y tenemos a disposición una mayor variedad de productos en los supermercados, pero la verdad es otra: la tradición culinaria antigua que se transmitía de generación en generación era el resultado de cientos de años de saber humano. Los platos y las técnicas de cocina tradicionales eran el fruto de la investigación de generaciones y generaciones de personas, que dio lugar al saber popular que podía comprender y decidir cuáles eran los alimentos y las recetas adecuadas para alimentar a un ser humano en cualquier situación y mantenerlo fuerte y sano durante más tiempo.
Este concepto está demostrado, por ejemplo, por los encuentros con las últimas poblaciones indígenas presentes en el mundo: con gran sorpresa, los miembros de las tribus gozan de buena salud, tienen cuerpos fuertes, rostros agraciados y dentaduras regulares, e incluso los ancianos parecen mucho más jóvenes de lo que son. El motivo se encuentra en la comida y la manera de prepararla. Otro ejemplo que demuestra que la tradición culinaria puede marcar la diferencia es la relación existente entre la longevidad y la cocina local: por ejemplo, a pesar de que la cocina francesa sea rica en grasas, la población que la consume es una de las más longevas del mundo. Esto es posible no tanto gracias a los elementos que la comida contiene, sino a la preparación y las recetas que la hacen apetecible.
El razonamiento sobre el contenido químico de la comida es parte del problema que ha hecho que la cocina de hoy sea tan diferente de la tradicional: a partir de los años 50, sobre todo en los Estados Unidos, pero también en el resto del mundo, medicina e industria se unieron para convencer al gran público de que modificaran sus hábitos alimentarios tradicionales: empezaron por la demonización de las grasas saturadas y el colesterol, e incluso llegaron a definir a la comida sana como insípida y poco atractiva. De esta manera empezaron a vender sustitutos basados en aceites vegetales y ricos en azúcar y aromas como alternativas saludables a los productos que siempre habían formado parte de la dieta tradicional, como por ejemplo la mantequilla. Sucesivamente, las empresas dieron el golpe de gracia a la cocina con la promoción y difusión de los platos preparados y la comida rápida. Todo esto ha tenido un impacto enorme en los hábitos alimentarios de los últimos 50 o 60 años, y ha comprometido de manera irremediable la salud de generaciones enteras en todo el mundo occidental.
Volviendo a los hábitos culinarios de las tribus indígenas y la cocina francesa, y acogiendo a todas las demás cocinas internacionales tradicionales, aunque puedan parecer mundos muy lejanos y sin ningún contacto, en realidad todas tienen en común algunos platos recurrentes. La autora los llama los Cuatro Pilares de la Dieta Humana y son: la carne cocida con hueso, los órganos y las vísceras, los productos vegetales y animales frescos y crudos, y la comida fermentada y germinada. Según su opinión, estos son los alimentos y las preparaciones que todas las cocinas tradicionales tienen en común y que deberían reintegrarse en nuestros hábitos alimentarios si queremos que la comida que ingerimos favorezca nuestra salud física y mental.
Estos alimentos son el fruto de la investigación de miles de años de historia y experiencia humana, y ofrecen a quien los consume el secreto para una vida sana y longeva, gracias a la acción que tienen en los genes humanos. La autora explica que a pesar de que la ciencia oficial se base en la noción de que el ADN es un elemento estático y que como consecuencia las enfermedades y los trastornos que nos nos afectan no pueden modificarse durante nuestra vida, en realidad nuestro patrimonio genético sí que puede corregirse gracias a la comida que ingerimos. De hecho, nuestro ADN se divide en dos categorías: el que está codificado y no puede alterarse, es decir nuestro código genético, y luego la gran parte del ADN —aproximadamente el 98%— que no está codificado. Esta última parte del ADN aún no se ha estudiado a fondo, pero estamos empezando a comprender que es modificable. Esta última cambia según las sustancias que ingerimos y reacciona de manera positiva o negativa cuando recibe o no los nutrientes adecuados y naturales. Esto significa que podemos ejercer una cierta influencia en nuestros genes, y en las eventuales mutaciones que provocan enfermedades, alimentándolos con los nutrientes adecuados y obteniendo así buena salud, buena forma física y un buen aspecto hasta una edad avanzada.