La obesidad es un problema complejo que puede deberse a muchos factores, pero la mayoría de los expertos en alimentación creen que aumentamos de peso simplemente porque ingerimos más calorías de las que quemamos. Hay una suposición (vinculada a esta creencia) de que la energía que adquirimos y la que quemamos no se influyen mutuamente y que podemos alterar a una sin interferir con la otra. Sin embargo, muchos estudios demuestran que los animales cuya ingesta de alimentos se ve limitada repentinamente, también tienden a reducir el gasto energético, ya sea moviéndose menos o ralentizando el consumo de energía en las células, lo que reduce la pérdida de peso.
Hasta los años 50 no había duda de que la causa del sobrepeso era un desequilibrio hormonal, pero esta idea desapareció gradualmente después de la Segunda Guerra Mundial y fue reemplazada por otra: que el sobrepeso era causado por un trastorno alimentario. Este cambio se debió en gran medida a la publicidad que acompañaba el drástico aumento de enfermedades cardíacas. Parecía que por fin la obesidad, las arterias obstruidas y las cardiopatías podían explicarse de manera simple y clara culpando a la ingesta de alimentos grasos. Nadie dudaba de la lógica de que la grasa nos engorda y enferma. Debido a esto, en la opinión médica actual predomina un modelo explicativo imperfecto, según el cual, para perder peso, debemos ingerir menos grasas. Este modelo es tan convincente que resulta difícil de cuestionar. El problema es que la gente no pierde peso, al contrario. Con el paso de los años aumentan la obesidad y las cardiopatías. Entonces, obviamente los modelos explicativos imperantes no pudieron encontrar el núcleo del problema ni tampoco explicar las razones por las que algunas personas son gordas y otras no, a pesar de que su estilo de vida es similar.
Las dietas que reducen la ingesta de calorías pueden ayudarnos a perder peso en el corto plazo, pero en el largo plazo siempre nos traerán problemas, porque tendremos que esforzarnos constantemente para mantener el peso que logramos. Es por eso que este camino está destinado al fracaso para la mayoría de nosotros. Las dietas que limitan la ingesta de calorías nos privan de la energía y los nutrientes que mantienen el cuerpo en forma y lo ayudan a regenerarse. Si reducimos un 20% el aporte calórico comiendo un 20% menos de todo, no solo reduciremos el 20% de las calorías, sino también el 20% de las vitaminas y minerales que obtenemos de los alimentos. Tan pronto como volvamos a los viejos hábitos alimenticios, rápidamente el cuerpo recuperará la masa que había perdido, lo que provocará un efecto rebote. Una dieta que incluya un régimen parcial de hambruna fracasará, porque el cuerpo se adapta al déficit calórico quemando menos energía, y el hambre provoca tristeza, irritabilidad y fatiga crónica, lo que nos vuelve aún más perezosos. Es por eso que las dietas bajas en calorías casi nunca funcionan, e incluso pueden dañar nuestra salud.
Cuando creemos que las personas engordan porque comen en exceso, responsabilizamos a la falta de voluntad por ello, pero no tenemos en cuenta a la biología. Esta simplificación excesiva no les hace justicia a los procesos complejos del cuerpo humano, más aún porque muchos casos han demostrado que también las personas pobres y desnutridas pueden aumentar de peso. Por ejemplo, hacia fines del siglo XX, los pueblos originarios de América vivían en condiciones de extrema pobreza y se veían obligados a sobrevivir con cantidades escasas de alimentos. Aunque los niños mostraban signos de déficit, muchas madres tenían sobrepeso, y ciertamente esto no se debía a que comían de más.