Quizás no nos demos cuenta, pero en muchas sociedades, incluida la nuestra, se tiende a clasificar el mundo también a través de categorías de pureza e impureza. Como consecuencia, estas categorías influyen de manera significativa en los comportamientos individuales y sociales. Con el tiempo, las reglas y las convenciones han cambiado de manera radical, también en función de la visión y las costumbres de las personas. Veamos un ejemplo concreto. En la antigüedad, existía una estrecha conexión entre la sacralidad y la suciedad. Lo que estaba sucio estaba vinculado a algo elevado y divino. En el libro se menciona el caso de Caterina da Siena, quien, al parecer, cuando sentía repulsión por las heridas que estaba curando, bebía el pus de estas. Más allá del disgusto que podamos sentir ante una escena así, el mensaje es bastante claro: la higiene y la limpieza eran secundarias para aquellos que querían acercarse a Dios. En realidad, en las comunidades antiguas la relación entre la suciedad y la santidad era bastante compleja y llena de matices. En el libro se hace referencia a dos académicos que publicaron libros muy importantes sobre el tema. El primero es James George Frazer, quien en su texto The Spirits of the Corn and of the Wild sostiene que en algunas tribus estaba prohibido tocar o profanar las plantas en determinadas fases de crecimiento. El segundo académico es William Robertson Smith, quien planteó la hipótesis de que, en las sociedades semíticas antiguas, los animales sacrificados a los dioses debían ser puros y sin defectos, con el fin de evitar la contaminación de los ritos sagrados. En resumen, solo los animales sin mancha podían ser ofrecidos a los dioses. Los que tenían defectos o estaban contaminados eran considerados inapropiados para el sacrificio, ya que podrían contaminar la relación entre los dioses y los hombres.
En resumen, más allá de las diferentes concepciones, es innegable que los conceptos de puro e impuro han influido en las prácticas religiosas desde tiempos antiguos.