Durante el último siglo hemos asistido a un distanciamiento progresivo entre los seres humanos y la naturaleza. Las conexiones vitales que hasta hace poco mantenían los ecosistemas unidos se están disolviendo. Esta afirmación también es válida para los vínculos existentes entre pueblos, religiones, gobiernos y mercados. Esta desconexión recíproca ha originado la crisis climática actual. Hoy en día vivimos en un planeta que está muriendo y el declive biológico de la Tierra no es más que la respuesta a lo que los seres humanos le estamos haciendo.
El calentamiento global es la consecuencia de una acumulación de calor en la atmósfera terrestre, en la tierra y en los océanos a causa de un aumento de los gases invernadero presentes en la atmósfera. Mientras que el cambio climático describe el conjunto de transformaciones del clima terrestre, entre los que se encuentran la variación de la pluviometría, la sequía, el deshielo de los glaciares y las inundaciones. Desde los años noventa del siglo XX la temperatura media de la superficie terrestre ha aumentado aproximadamente 0,18°C en cada década. En 2020 la superficie terrestre era 0,98°C más caliente respecto a las temperaturas medias registradas en la era preindustrial.
Las personas se sienten abrumadas por la manera en que el cambio climático viene comunicado y esto les impide actuar. Nos preguntamos qué puede hacer un solo individuo frente a un fenómeno tan grande y a menudo la respuesta es nada. De esta manera tendemos a pedir a los tecnócratas, los políticos, los expertos y los científicos que actúen con la esperanza de que alguien haga algo. En cambio, es la acción de los individuos la que determina un paso adelante o hacia atrás en la lucha contra el calentamiento global. Para ir mejorando poco a poco la situación a nivel mundial, es importante que nos preguntemos hasta qué punto nuestras acciones promueven la igualdad o aumentan la riqueza, ya sea comprar comida, ropa, electrodomésticos o incluso desplazarnos dentro de nuestra ciudad.