La historia de la ciencia está llena de líneas de pensamiento de las que es muy difícil escapar. La historia de la neurociencia es un ejemplo sorprendente de esto.
Para la ciencia occidental, todo comenzó con Galileo y con el amor inmediato que suscitaron sus teorías entre los científicos hacia la idea de que el cuerpo humano es una máquina que se mueve y actúa de acuerdo con procesos establecidos e inmutables. Dentro de la máquina del cuerpo está la máquina del cerebro, que es estable e inmutable en sí misma.
Siglos después llegaron las investigaciones pioneras de Paul Broca quien, entre otras cosas, estableció el concepto de localización, en el que cada área del cerebro corresponde a una función determinada. Los avances en cuanto al conocimiento del cerebro son lentos debido a que no hay instrumentos quirúrgicos de precisión, y además las observaciones se enfocan en los cerebros de personas que sufrieron traumatismos y lesiones, cuyas funciones están alteradas. Desde este punto de vista, los soldados de la Primera Guerra Mundial son una fuente casi inagotable de sujetos para observar. Así, llegamos a una representación del cerebro en la que una parte específica, por ejemplo, está dedicada a la interpretación de estímulos visuales, otra al razonamiento, otra a la escritura, y así sucesivamente. Todos tenemos una imagen clara de la representación del cerebro subdividido en áreas bien definidas.
El concepto del cerebro como máquina y el de localización se establecieron en el corpus científico como monolitos inamovibles. Muchas veces, los científicos que pensaban que las cosas no eran así del todo, recibían fuertes críticas, o incluso burlas. A esto se suman algunos casos de protestas contra la experimentación en animales, que dificultaron aún más las investigaciones.
Una de las consecuencias menos evidentes de considerar inmutable a nuestro cerebro es que concebimos al propio ser humano como alguien fijo e incapaz de cambiar.