En los últimos cincuenta años la desigualdad ha aumentado de manera considerable y esto está teniendo profundas repercusiones en la vida de las personas, especialmente en los Estados Unidos. La desigualdad nos perjudica a todos, ricos y pobres, porque influye en nuestras acciones y nuestros sentimientos de manera sistemática y previsible. La desigualdad hace que las personas se vuelvan miopes y las empuja a llevar a cabo acciones riesgosas en nombre de una gratificación inmediata, pero que a menudo pone en riesgo su futuro. La desigualdad divide la sociedad en dos, formando frentes opuestos teniendo en cuenta la renta pero también las ideologías y la raza. La desigualdad hace que la confianza que las personas tienen en los demás sea cada vez más frágil, creando una situación social insalubre. La desigualdad empuja a una persona a creer en las supersticiones y a llevar a cabo acciones autolesionistas.
La desigualdad es diferente de la pobreza pero al final produce los mismos efectos nocivos y los hace visibles incluso en la clase media y las personas acomodadas. Esta tendencia a actuar según esquemas vinculados a situaciones de malestar económico explica por qué los Estados Unidos, el país más rico pero también el que tiene una de las tasas de desigualdad más grandes del mundo, tiene características más parecidas a las de un país en vías de desarrollo que a las de una superpotencia. Hoy, las 85 personas más ricas del mundo poseen una riqueza mayor que la que tienen los 3,5 mil millones de pobres. En los Estados Unidos, el 1% más rico gana más del 20% de todos los ingresos juntos de la nación más rica que haya existido jamás en el mundo. Pero, comprender la magnitud de la desigualdad moderna en los Estados Unidos es difícil, o casi imposible, porque roza los límites de la capacidad de nuestra imaginación. Es como intentar imaginar la distancia de un año luz o entender la inmensidad de las conexiones neuronales de nuestro cerebro.