Puede parecer paradójico, pero todas las comodidades que nos ha dado el siglo XXI en realidad poco a poco nos están haciendo más débiles e infelices. Durante siglos, nuestros antepasados vivieron en condiciones precarias, a merced del clima, sin redes de seguridad o abundancia de alimentos. La forma en que vivimos hoy es radicalmente diferente. Ya no vivimos en refugios improvisados; ya no sentimos el calor o el frío intenso, ya que para eso inventamos la calefacción y el aire acondicionado. Ya no tenemos que defendernos de los depredadores, ni buscar comida o agua. Por ejemplo, basta con hacer una llamada y el almuerzo que pedimos llegará directamente a nuestra casa. Además, nuestros antepasados ponían a prueba su estado físico viajando a lo largo de muchos kilómetros todos los días, y cargaban pesos que hoy para nosotros sería imposible incluso imaginar. En los breves momentos en los que no estaban en movimiento, nuestros antepasados podían aburrirse, y esto les permitió desarrollar la imaginación y construir redes sociales sólidas. Las enfermedades, las hambrunas, las infecciones y los accidentes eran causas certeras de muerte. Frente a todo esto, las necesidades que hacían feliz a una persona eran más fáciles de satisfacer. No había necesidad de preocuparse por el futuro. Se vivía el aquí y el ahora, día tras día, porque nadie sabía tampoco si habría un mañana.
Si bien el contexto en el que vivimos cambió radicalmente, los mecanismos en los que se basa el funcionamiento de nuestro cerebro son los mismos que los de nuestros antepasados. Y es precisamente este contraste lo que da lugar a una vida menos saludable y feliz. Por ejemplo, el 32 % de los estadounidenses tienen sobrepeso, y el 38 % se consideran obesos. Las enfermedades cardíacas son una de las principales causas de muerte en el mundo occidental. Y todos estos problemas médicos no se extendieron hasta el siglo XX. A las patologías físicas hay que agregar ansiedad, depresión, adicciones y suicidios, que son efectos colaterales de nuestro bienestar. La generalización del confort nos hizo perder experiencias humanas profundas. Nos dormimos en los laureles. A los ciudadanos del siglo XXI les falta trabajo físico, conexiones sociales, contacto con el mundo natural e incluso aburrimiento. Estamos adormecidos por los vicios, la comida reconfortante, la televisión y los teléfonos inteligentes.