Hoy en día, la mayoría de las personas aún imaginan que una persona creativa es como un genio solitario, neurótico y dotado de talento innato. Estas personas tienen iluminaciones repentinas, como una especie de “chispa creativa” —y cuando están inspirados, parece que el éxito sea una consecuencia natural, que llegará sin esfuerzo.
Este mito del genio creativo, que ha nacido talentoso, loco y fuera de lo común, tiene sus orígenes en la antigua Grecia, que consideraba a los artistas como personas inspiradas directamente por el divino, diferentes de las demás y capaces de “canalizar” los pensamientos que provenían de las divinidades.
En la Edad Media esta concepción cambió y los artistas se consideraban simplemente unos imitadores que copiaban la realidad creada por Dios: buenos artesanos, pero sin ningún atributo divino. En la jerarquía social estaban por debajo de los comerciantes, y justo por encima de los esclavos. No existía la idea del artista “famoso”, y de hecho muchas obras ni siquiera se firmaban, ya que se trataba de esfuerzos colectivos. Las obras de arte se creaban en talleres, y muchas de ellas no eran originales sino que seguían seguían directrices precisas, imitando el arte que en aquel entonces estaba de moda.
Con el sucesivo aumento del comercio, el mercado del arte empezó a prosperar. Poseer obras de arte y casas de lujo se convirtió en una manera de ostentar la propia riqueza y esto tuvo dos consecuencias relevantes para los artistas.
En primer lugar, los artistas empezaron a sentirse más importantes y se elevaron a un rango social superior; la segunda consecuencia fue que este deseo general de arte y belleza llevó directamente al Renacimiento italiano, que rápidamente modeló la imagen del artista como individuo.
Artistas como Michelangelo y Leonardo da Vinci se hicieron famosos, y fueron considerados casi como héroes. Con el Renacimiento, los artistas se convirtieron en genios creativos, más parecidos a Dios que el resto de los humanos. A partir de ese momento, el poder de la creación ya no era exclusivo de Dios, sino que también pertenecía a los artistas, y los filósofos del período identificaron un vínculo entre la creatividad y la inteligencia.
Se empezó a difundir la idea de que eran personas dotadas con inteligencia extraordinaria y, en lugar de los talleres, se crearon las academias, en donde los genios creativos podían perfeccionar su destreza.
Dando un salto en el tiempo y llegando al siglo XIX, en la época del Romanticismo, la figura del genio creativo cambió de nuevo: para los Románticos el genio se relacionaba con la locura.
La idea del genio loco siguió adelante hasta la época Victoriana y hacia el final del mismo siglo se difundieron libros que mostraban desde un punto de vista científico la evidencia de una conexión entre genio y locura. De esta manera, en el imaginario colectivo se reafirmó el concepto de genialidad como característica innata de una persona, vinculada a la locura y por lo tanto considerada como un aspecto negativo.