Hoy en día el problema no es la falta de conocimiento, sino el hecho de que estamos orgullosos de no saber nada. En los Estados Unidos se ha llegado a un punto en el que la ignorancia se considera una virtud. Rechazar los consejos de los expertos significa afirmar la propia autonomía, proteger el frágil ego de la posibilidad de que alguien nos diga que nos estamos equivocando, que hemos metido la pata.
No se trata de la tradicional aversión estadounidense a los intelectuales, es algo más. Las personas de hoy no están solo desinformadas, sino que oponen una resistencia activa a aprender. Cada afirmación especializada se considera una forma de elitismo antidemocrático.
Los importantes cambios sociales del último medio siglo han roto las antiguas barreras de raza, clase y sexo, han puesto a expertos y ciudadanos en contacto directo y, sin embargo, el resultado no ha sido un mayor respeto por el conocimiento, sino el crecimiento de una creencia irracional según la cual cada uno es tan inteligente como cualquier otro. El objetivo de la instrucción debería ser estimular una educación permanente, es decir, convertirnos en personas que quisieran aprender durante toda la vida. Pero, al contrario, actualmente vivimos en una sociedad donde la más pequeña adquisición de conocimiento es considerada un punto final.