Vivimos en un mundo mecanicista, que responde a un principio de causalidad. Según el mecanicismo todo lo que nos rodea responde a reglas inmutables y proviene de una conexión de causa-efecto. Básicamente solo se tiene en cuenta la ciencia y no existe una finalidad superior. La ciencia ha permitido a los seres humanos alcanzar grandes objetivos y utilizar la luz artificial, la radio, la televisión, el automóvil o internet. Durante cientos de años los individuos han tenido que depender del ambiente que les rodeaba; en la era moderna sucede todo lo contrario. Es el mundo el que se moldea y se adapta a las exigencias de las personas. El resultado es que vivimos una vida más cómoda y agradable. Pero también hay algunas desventajas: hemos perdido el contacto con la naturaleza; por ejemplo, la luz artificial y el reloj han cambiado el ritmo natural con el que se organizan las jornadas. Ya no seguimos la salida y la puesta del sol en la vida cotidiana, sino que prevalecen otras dinámicas relacionadas con el trabajo y demás necesidades. La industrialización rompió para siempre la conexión entre el hombre y la naturaleza. Y esto no es todo. También las relaciones interpersonales están seriamente comprometidas. La televisión, la radio e internet ponen en peligro cotidianamente las interacciones humanas, que cada vez son más fugaces y superficiales. La tecnología nos ha hecho más perezosos; ya no buscamos a las demás personas, pensamos que no las necesitamos porque siempre hay una pantalla a nuestra disposición que nos entretiene, nos distrae y nos divierte.
El progreso ha hecho que la vida de los hombres y las mujeres sea más cómoda, pero también ha hecho que se sientan más indefensos, aislados y sin poder. Todo esto ha dado vida a una sociedad que la filósofa Hannah Arendt llamaría atomizada, es decir formada por individuos solos y alienados. Individuos que, a causa de estas características, se convierten en las víctimas perfectas de los regímenes totalitarios.