El poeta Robert Frost define hogar como "el lugar al que tienen que dejarte entrar, cuando necesitas ir". La palabra tribu es más difícil de definir, pero una buena aproximación puede ser: “el grupo de personas con las que te sientes obligado a compartir el resto de tu comida”. Observando a las civilizaciones tribales podremos aprender mucho sobre la lealtad, el sentido de pertenencia y la eterna búsqueda del ser humano para dar sentido a la existencia.
Los Estados Unidos son la única de las grandes potencias modernas que en su camino ha luchado contra una población nativa tecnológicamente estancada en la Edad de Piedra: mientras se construían las primeras fábricas en Chicago, a unos cientos de kilómetros los indios americanos luchaban con flechas y hachas. A lo largo de tres siglos, los Estados Unidos se convirtieron en una nación separada por divisiones de clase y profundos contrastes raciales, pero dotada de una serie de leyes que, en principio, definían a todos los humanos como seres iguales.
Mientras tanto, los nativos americanos vivían comunalmente en campamentos nómadas o semipermanentes gobernados por el consenso: la autoridad se otorgaba según la meritocracia y aquellos que no querían reconocerla eran libres de abandonar el grupo.
La contigüidad de estas dos formas de organizar la sociedad dio lugar a un fenómeno escandaloso para los pensadores occidentales civilizados: por muchas razones diferentes, muchos blancos entraron en contacto con la vida tribal y la eligieron sobre la vida "social". En 1753, Benjamin Franklin le escribió a un amigo que los prisioneros blancos rescatados se cansaron rápidamente del estilo de vida occidental y huyeron a la primera oportunidad. En 1782, Héctor de Crevecoeur escribió que miles de europeos se convirtieron en indios, pero no hay ejemplos de ni siquiera un solo aborigen que haya decidido convertirse en europeo. El escritor señaló la causa de esta situación como algo extraordinariamente atractivo en el vínculo social de los nativos americanos, muy superior al que ofrecía la sociedad.
Mary Jemison fue secuestrada de la granja de su familia en la frontera de Pensilvania cuando tenía 15 años, para evitar que los equipos de búsqueda se la llevaran de vuelta a casa, se escondió varias veces. En su relato, explicó que las mujeres tenían la tarea de recolectar leña y hacer pan, pero sus deberes no eran más pesados que los que se les encomendaba a las mujeres blancas. “No hay amos, ni nadie nos controla, podemos trabajar en paz. No hay gente que pueda vivir más feliz que los indios en tiempos de paz”, dijo. Otra mujer, en la misma época, declaró al secretario de la delegación francesa: “Soy libre, me casaré si yo quiero y volveré a ser libre si así lo quiero. ¿Hay una sola mujer en sus ciudades tan independiente como yo?”
Incluso para los hombres, el llamado era fuerte y era debido a muchos factores: la caza era más interesante que el cultivo de los campos, la ropa de vestir era más cómoda (trajes de gamuza y calzas, y fajas de muselina como taparrabos sujetadas por un cinturón) y las costumbres sexuales eran más relajadas e informales que las del hombre blanco. Por ejemplo, en el asentamiento estadounidense de Cape Code, en el siglo XVII, los niños podían ser azotados por hablar con una mujer que no era su pariente. Además, entre los indígenas imperaba el igualitarismo: la propiedad personal se limitaba a lo transportable y las ganancias no se transmitían de una generación a otra, desalentando la acumulación. La posición social dependía del éxito en la caza y la guerra.