Eckhart Tolle tenía veinticinco años y asistía a la universidad en Londres. Es un joven serio y racional que está acostumbrado a pensar mucho. No es una persona tranquila: Tolle se siente atormentado, deprimido y completamente incapaz de disfrutar la vida. Un día experimenta una situación un poco especial que le ayudará a abrir los ojos sobre muchas cosas. Mientras se dirige a la biblioteca en el metro, se sienta frente a él una mujer de unos treinta años bastante alterada. Tiene un aspecto un poco extraño y habla sola. Por eso, todos la miran mal y la evitan. La mujer, que sigue hablando consigo misma sin parar, se baja en la misma parada que Tolle. Y no solo eso, también se mueven en la misma dirección. En ese momento, él la observa con curiosidad. Hasta llegar a la sorpresa final: los dos se dirigen hacia el mismo edificio, es decir, un edificio de varios pisos en donde están la biblioteca y las oficinas administrativas de la universidad.
¿Cómo es posible que él y una pobre mujer loca vayan al mismo lugar? Ni siquiera tiene tiempo de responderse cuando Tolle la pierde de vista; al parecer, la mujer entró en uno de los numerosos ascensores y desapareció. Aún conmocionado por toda esa escena, el joven va al baño y mientras se lava las manos pensando en la mujer, exclama en voz alta "¡espero no terminar como ella!". En realidad, Tolle ha terminado comportándose como la mujer, es decir, hablando solo. Y de hecho, un hombre a su lado lo mira un poco extrañado.
Ese episodio le hace comprender al autor algo importante: en realidad, no somos tan diferentes de las personas que consideramos locas, como la mujer del metro. Al igual que ella, incluso aquellos que se consideran normales están constantemente atrapados en sus propios pensamientos. La diferencia es que ella los expresa en voz alta, mientras que los demás no lo hacen. Todos estamos un poco locos porque nos identificamos con aquello que pasa por nuestra mente. De hecho, se puede decir que la mayor parte del tiempo vivimos en nuestra cabeza. Y esto, a la larga, nos aleja de la paz, de la vida en su esencia más pura y, sobre todo, de nosotros mismos.