Las plantas no tienen pies, no pueden moverse a voluntad, y si las cosas van mal, no pueden simplemente cambiar de lugar. Para adaptarse continuamente a los cambios y dificultades de su ambiente, las plantas desarrollaron complejos sistemas sensoriales y reguladores que les permiten sobrevivir. Las diferentes partes de una planta están estrechamente conectadas entre sí, de tal forma que las raíces, hojas, flores y tallos intercambian información fundamental con facilidad. Gracias a esta red, las plantas pueden distinguir entre diferentes tipos de luz y responder en consecuencia. Diferencian los aromas que les rodean y pueden activar mecanismos de defensa en función de lo que perciben. Las plantas pueden saber cuándo las tocan y distinguir los diferentes tipos de contacto. También son conscientes de la fuerza de la gravedad, lo cual les permite desarrollar brotes hacia arriba y raíces hacia abajo. Las plantas también tienen memoria; de hecho, son capaces de recordar infecciones del pasado y modificar su fisiología en función de estos recuerdos.
Por ejemplo, un abeto de Douglas, una planta común que se encuentra en las regiones costeras de América del Norte, necesita saber si los fuertes vientos del norte azotarán sus ramas, ya que, solo así, podrá desarrollar un tronco lo suficientemente robusto como para resistir estas fuerzas, y en consecuencia, sobrevivir en un ambiente donde las plantas más esbeltas serían arrancadas en poco tiempo. Del mismo modo, un olmo no podrá crecer si no encuentra la manera de aprovechar al máximo la luz de la que dispone, especialmente si sus vecinos son más altos que él, y una hortaliza debe ser capaz de percibir la presencia de los pulgones para defenderse de su ataque.