Sin duda, para convertirse en un buen escritor se necesita ejercicio, es decir el entrenamiento cotidiano que permite que la escritura fluya sobre el papel, sin incertidumbres. Igual que en cualquier tipo de arte, para la escritura el ejercicio lo es todo. La música es el ejemplo más evidente de ello. Un conocido pianista decía que si un día no tocas solo te darás cuenta tú, si no tocas durante dos días los críticos se darán cuenta, pero si no tocas durante tres días todos lo sabrán. Este mismo discurso también es válido para la escritura.
Si queremos que nos reconozcan como verdaderos escritores es necesario que escribamos cada día. En realidad, el ejercicio no solo mejora el estilo, sino que asume un rol más profundo, el del conocimiento de uno mismo.
La vida es tan complicada y está tan llena de compromisos que es muy fácil fracasar en el intento de escribir todos los días. De hecho, cuando perdemos el control sobre la escritura, nos distraemos y perdemos muchas ocasiones para mejorar. Muchos podrían incluso llegar a enfermarse.
El mismo Bradbury explica que pasar un solo día sin escribir hacía que se sintiera incómodo con el resto del mundo, después de dos días empezaba a tener miedo y al tercer día aparecían los primeros indicios de locura. La escritura puede ser una verdadera medicina, como un tónico que nos devuelve a la vida, la única razón por la que vale la pena continuar con la ejercitación cotidiana.
Sin embargo, aunque la práctica es necesaria, no es exhaustiva porque el origen del compromiso tiene que ser una gran pasión.
La pasión hace que una obra de arte sea eterna. Grandes artistas como Shakespeare o Dickens dedicaron su vida al arte obteniendo alegría. Ellos son un ejemplo claro de la unión entre el arte y la vida. Sin una pasión ardiente, habrían realizado solo obras pequeñas. Por el contrario, vivir la vida con pasión y entusiasmo provoca que una experiencia se transforme en una obra de arte, haciendo evidente el sentido eterno de la existencia.
En ausencia de estos elementos fundamentales, nos convertimos solo en escritores a medias, nunca plenamente maduros como para dar al mundo una hipótesis de belleza eterna.
Bradbury nos sugiere: “busca los pequeños amores, encuentra y moldea las pequeñas amarguras. Saboréalos, y pruebálos en la máquina de escribir.”
Todos los aspirantes a escritores empiezan con la imitación de sus escritores preferidos. Pero cuando la imitación empieza a limitar la capacidad expresiva individual, llega el momento de escapar porque lo que antes era amor, se convierte en una cárcel y los ídolos literarios que en un principio hacían volar la fantasía, acaban sofocando la auténtica voz del artista.
Es importante que imitemos a nuestros ídolos literarios mientras aprendemos sus técnicas, pero luego, cuando sintamos que hemos encontrado algo de gran valor, será nuestra voz la que pedirá que la escuchen a través de las palabras.
Bradbury explica que su inicio coincidió con el descubrimiento del poder de las asociaciones de palabras. Eran asociaciones muy personales que trataban sobre su experiencia de vida, sus recuerdos y sus miedos.